Vendrán seguramente de Tailandia. Imposible. Se ve por el plumaje, dijiste dando una chupada profunda al cigarrillo, y las volutas se fueron dispersando: se quedaron inquietas, vagarosas, moviéndose al garete, y a gran distancia lo demás. La silla roja, tu chaqueta colgando, la camisa. Todo impecable, perfecto, todo en orden. Las líneas rectas delimitando la ventana, las curvas enredándose en la chimenea, dando una vuelta por el atizador; desenroscándose en la lámpara Coleman que colgaba del cielorraso, ya sin aire, y difundía apenas un resplandor descolorido. La pared blanca, blanquísima. Un ligero calambre caminándome por la palma de la mano, moví los dedos: ¿tienes calambre?, sí: siempre me da en el lado izquierdo, y entonces tu cabeza se levantó algunos centímetros, ¿así? Todo armonioso, en calma. Todo pintado de felicidad y camuflado por ese aroma a ruda que penetraba a rachas desde el río (el canto de las chicharras) como si no supiéramos la farsa, el juego, la trampa colocada con precisión de artífice.