Gélida y melancólica, como un alma en pena que recién despierta y que pronto advierte el peso de un amor no correspondido, así revelaba la ciudad de Bogotá sus tristes llagas y sus húmedas palpitaciones el día de la toma del Palacio de Justicia. Vista desde el cielo, a través de la envidiable mirada de los cuervos curiosos y socarrones, esta enorme bestia acurrucada en las montañas y derramada por todas partes hasta el fin del horizonte, parecía sin embargo un extenso cadáver que al calor de la mañana fue resucitando por el temprano sol de noviembre. […] Luz de un otoño eterno, resplandor febril, los calendarios señalaban una fecha que no dejaba ver qué tan distinta podía ser de las demás, tan diferente y única de los otros días y las otras noches que habían pasado, que ya se olvidaban pronto y que nunca jamás habrían de regresar. En tantas habitaciones la trepidante e indiscreta serenata del despertador, el final del amor, la humedad del primer beso.