Quienes suelen afilar sus espadas contra Agustín Laje tratarán sin duda de acusarle de insultar a toda una generación. Hay que decirles que, por un lado, se quedan cortos, pues el diagnóstico que le ha hecho recuperar este calificativo se aplica en un espectro transgeneracional. Por otro lado, yerran totalmente el blanco, porque no está hablando de la idiotez, sino del idiotismo, aunque el lector vislumbrará sin duda trazas de aquella en algún que otro dato objetivo de los que sirven para fundamentar su diagnóstico. Así es, de las sociedades que veneraban la sabiduría de las canas hemos pasado a la que envidia e imita al adolescente. En este sentido, la omnipresencia de las cuestiones de identidad, siempre irresueltas en la adolescencia, y la prohibición de buscarle contornos reconocibles y, por tanto, predecibles o recomendables, contribuyen a la pérdida de sentido de nuestra época. Los conceptos de frivolidad, moda y farándula rebosan sus registros semánticos habituales e invaden los de la política, el poder y la conformación de la sociedad.