El mundo líquido y vital que se construye en esta novela, que por su flexibilidad y agilidad narrativa podría ser también un largo poema o una canción que nunca termina, empieza y finaliza en un mismo espacio: la casa-hogar-burdel de Germania de la Concepción Cochero. Así, como su nombre lo indica, la historia que leemos es, entre muchas otras cosas, una historia sobre el patio de los vientos perdidos: es decir, sobre un lugar abierto y cerrado a la vez, que se despliega ante esas aguas estancadas pero vivas de la ciénaga del Cabrero en Cartagena de Indias, y que, como el tren que ya no viene ni va sino que se suspende en un bucle sin fin, recoge y alberga vientos perdidos, vientos que se impulsan desde un pasado extraviado y que cuelgan en un movimiento circular, en espiral, en un eterno presente. En la escritura de Roberto Burgos Cantor ocurre algo extraordinario, y es que, al adentrarnos en esta historia, descubrimos que lo que estamos leyendo no es un libro, sino un caracol. Lo que encontramos es un espacio cóncavo y hondo, que bajo su caparazón atrapa vientos y susurros que chocan entre sí, se funden, y crean un solo arrullo polifónico, secreto y palpitante.