En lo alto de la abadía de Montserrat, con la mirada perdida, entre los valles del Bajo Llobregat y las parcelas de Sant Jeroni, y el hábito desordenado por el vendaval, Felipe Moros le confesaría a Sofía, con los labios temblorosos, el esquivo y solitario propósito de su vida de introspección. Pero el prólogo de esa tragedia ocurriría muchos años después. Lo sucedido el miércoles de esa mañana, de agosto, en la capilla de los Santos Apóstoles del Gimnasio Moderno, dos mil seiscientos once metros más cerca de las estrellas, cuando estaba a punto de graduarse de bachiller, desató una extraña obsesión que lo acompañó toda la vida.