La democracia es mucho más de lo que nos han enseñado en la escuela: el voto, y el derecho a elegir y ser elegido. Sin embargo, una y otra vez, desde los poderes que califican de manera afirmativa o negativa si un país es o no democrático –y, por lo tanto, si lo aíslan hasta que gobierne alguien que se ajuste a sus intereses–, se paran en el rito electoral y su desarrollo según las ritos avalados por la «comunidad internacional», para brindar o negar su bendición. Es un ritus que desconoce y deforma lo que implica el ejercicio pleno de la democracia, esa forma de gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, según máxima conocida, y que implica concreción económica (equidad, por ejemplo), política (igualdad en el gobierno y para la disputa por el gobierno, o derecho a la rebeldía, por llamar la atención sobre dos de sus posibles particulares), cultural (reconocimiento y valoración plena de pueblos, minorías y otros), social (y su inclusión en todos los órdenes) y ambiental (respeto a la naturaleza y también a todos los seres que la habitan, además de un largo etcétera). Asumida en su integridad, en realidad la democracia termina siendo una quimera y en ello reside su potencial, en que es una pretensión permanente de las sociedades, en la constante disputa que estas viven por el predominio de una u otra de sus clases. Tras su concreción, los pueblos van labrándola, unas veces con mejores tallas, otras de manera bastante imperfecta. Y sus contrarios la mellan paulatinamente, unas veces en forma burda y otras en forma más delicada.